Cuento de tensión

            Son cuatro las cuadras que separan al colegio de mi casa. Empecé a volverme sola hace poco así que voy atenta, no me gustaría que me roben y que mi papá crea que me tiene que acompañar. Hago el mismo recorrido todas las mañanas para ir y todas las tardes para volver, con la excepción de los viernes que freno a mitad de camino para comprarme un naranjú en el único lugar del barrio que se consiguen: “lo de Alicia”.

Es viernes. Salgo del colegio y me despido de mis amigos. Veo que en el kiosco de en frente, el de Marcelo, ya se empiezan a aglomerar todos los que religiosamente al salir del colegio van a comprar algo. Camino hasta al esquina y paso por la parada del 92, le sonrió al chico del B que me gusta. Doblo hacia la izquierda y cruzo. De la mano de enfrente veo como salen las maestras del jardín. No me acuerdo el nombre y un árbol me lo tapa, pero sí leo la frase pintada en la pared rosa: ¨La vida está hecha de momentos como este¨. Ya terminó mi semana, está fresco y me pega el Sol en la cara; pienso que la frase es acertada. Al lado del jardín hay una casa que siempre llama mi atención. Una de las ventanas está siempre abierta y para adentro se ven muchos muebles de madera y terciopelo. Nunca entré, pero estoy segura de que el polvo se ve en el aire y se respira antigüedad. A veces hay un hombre en la ventana. Cuando era chica y pasaba acompañada me sonreía y a mí me divertía. Ahora cuando me sonríe dejo de mirarlo. Vuelvo a mirar para adelante. Ya casi llego a la esquina: esta cuadra no es muy larga porque la corta el pasaje. Veo que en la esquina de enfrente, la de la obra, hay un hombre. Es muy alto. Tiene la piel muy lisa y la cabeza brillante. Está muy serio. Es raro que está ahí parado, nunca hay nadie. Parece que está esperando algo.  Me mira fijo con sus ojos redondos y marrones. Apenas paso caminando por su lado se gira y comienza a caminar atrás mío. Me apuro. Él también. Miro a mi alrededor pero no hay nadie, solo estamos él y yo. Acelero aún más mi paso. Él también. Corro. Él también. Estoy a setenta metros de “lo de Alicia”. Ella me espera, pero esta vez no se si llego.

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