Autobiografía - Primer Momento

          

Me paré frente al cartel y sentí mi ilusión romperse en mil pedazos. "Prohibido el ingreso a menores de 8 años". Mire a mi mamá con los ojos llenos de lágrimas buscando una solución. Me devolvió una sonrisa. Habíamos caminado horas hasta llegar al faro y ahora yo no podía entrar. Sus escaleras empinadas y circulares, carentes de ventanas y con un aire concentrado y asfixiante, no eran aptas para una niña de cinco años. Mi papá y mi hermana subieron igual; me puso triste no poder acompañarlos y me sentí culpable de que mi mamá se perdiera de la excursión por mi culpa. "No te preocupes Cande. En tres años volvemos y subimos solo nosotras". Me puso contenta esa promesa, era todo lo que necesitaba escuchar. Me encantaba ir a La Paloma: la casa en la que nos quedábamos era preciosa, la gente era amable, las calles empedradas. La idea de volver resultaba esperanzadora y emocionante. Pero no volvimos y yo nunca me subí al faro con mi mamá.

El 10 de mayo de 2013, a tan solo seis días de mi cumpleaños de ocho años que finalmente me habilitaría a completar la excursión, mi mama murió. No fue repentino, no nos agarró por sorpresa. Estaba enferma hace mucho, capaz incluso en aquel 2011 frente al faro, honestamente no lo recuerdo. Mis recuerdos con ella son escasos y difusos, la mayoría posteriores a su muerte. Sé que la quise, creo que la quiero, pero no siento que realmente la conozco. Veo videos y me sorprendo cada vez que escucho su voz, como si fuese la primera vez. Un poco lo es.

A veces, en noches de memorias y reflexión, comentamos con mis amigos lo sorprendentemente cuerdas que mi hermana y yo salimos de esa situación. Tanto que muchas veces no reconozco los efectos que tuvo en mí. Sé muy bien que no es suerte o casualidad: mi papá tuvo una fuerza, empujada por el amor a mi hermana y a mí, que aún hoy me cuesta entender.

Conte decenas de veces esa tarde del 10 de mayo. Casi siempre la cuento igual. Antes lloraba, ahora ya no me hace falta. Incluso me rio cuando recuerdo que lo primero que hice a penas terminamos de llorar fue mandarle un mail a mis amigas. El asunto era "mi mama se murió", creo que era lo único que decía. A mí me causa gracia, aunque para mis amigas de ocho años recibir tal mail un viernes a las seis de la tarde no debe haber sido tan simpático.

Fue un viernes, el mejor día de la semana porque teníamos “talleres”. Ese año yo había elegido teatro, aeróbica y patín. Estaba con mis amigas en clase de aeróbica, que era en realidad dos horas de jugar al ritmo de nuestra canción favorita de Shakira del momento y bailar como si alguna supiese hacerlo. Esa vez no llegue a pasar entera la coreo porque vino Valeria de recepción a avisarme que me habían venido a buscar. Era inusual, pero no lo pensé demasiado. Esos días evitaba pensar. Me despedí de mis amigas, agarré mi mochila, mis patines y me dirigí hacia el hall de entrada. Que divertido pasearse por el colegio cuando todos están en clase. Saludé a Valeria y me subí al auto con papá. No sé de que hablamos en las veinte cuadras de trayecto, es uno de los tantos momentos que deje de recordar hace años. Fuimos a lo de mis tíos: mis cosas estaban ahí porque las últimas semanas me había estado quedando con ellos (lo que hacia las mañanas mucho más divertidas porque las empezaba con mi primo y encima me llevaban en auto a la escuela). Cuando llegamos mi hermana ya estaba ahí. Fuimos todos al “cuartito”, que es como llamamos a la habitación de mis tíos que tiene la computadora. Nos sentamos ahí y nos contó. Es difícil saber que pasaba por mi cabeza mientras mi papa pronunciaba las palabras más difíciles de su vida. Solo me acuerdo que después mande ese mail y que volvimos a mi casa, esta vez con todos los bolsos. Llegamos y nos sentamos todos, que ahora éramos tres, en el sillón en silencio. Nunca más volví a sentir el silencio tan quieto.

De ahí en adelante los recuerdos se entremezclan y se pierden. Mucho más de ahí para atrás, que son imprecisos y confusos, casi inexistentes. Sé que el lunes siguiente decidí ir al colegio. Sé que mientras izaban la bandera mi amiga Agus me agarró lo más fuerte que pudo la mano. Sé que los días siguientes sentí los incesantes murmullos y miradas tristes que ni necesitaba ni quería. Sé que intentaba rezar como mi mamá me había enseñado, incluso cuando no creía en que me escuchase. Sé que me retorcía del dolor en la cama, sé que gritaba, lloraba y me ahogaba.

Eventualmente me empecé a sentir mejor. Soy una fiel creyente de que el tiempo sana y acostumbra. Ya no me entristece demasiado la muerte de madre y no creo que eso este mal. Mucho más me angustia pensar en el desconsuelo y la desolación que sí sentí en algún momento, cuando era demasiado chica. Ahora el lugar vacío en la mesa ya no se percibe, las fotos familiares no se sienten incompletas y la promesa no cumplida de la excursión al faro no duele.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

Cuento breve: Atrapada

Autobiografía - Relación con la lectura

Autobiografía - Segundo Momento