Cuento breve: Atrapada

 

Estaba atrapada. Cansada de estar siempre así. Mis amigos y mi familia me decían que ya me iba a sentir mejor, que todo iba a ser como antes, pero yo sabía que era mentira. Papá se había ido hace ya un año y dos meses y sin él nunca nada iba a ser igual.

Revivo muy seguido la última mañana en que lo vi. Estaba lloviendo. Me desperté temprano para hacerle el desayuno, pero lo vi ya despierto. Recordé entonces que me había comentado que tenía que ir al centro, tenía algo que hacer en el “Baisse” - reconocido por ser el edificio más alto e imponente de nuestra ciudad. Alrededor de las ocho se preparó para irse: se puso una camisa azul a cuadros, unos pantalones oscuros, los zapatos negros que usaba siempre y su corbata favorita, que realmente no tenía nada distintivo, era una corbata celeste y roja, pero se la había regalado yo para el primer día del padre que pasamos juntos después de que mis padres se separaran y desde entonces la usaba regularmente. Cuando estuvo listo me saludó, aunque fue extraño: solía abrazarme y desearme un buen día, pero esta vez me gritó desde la puerta y se fue. Nunca volvió. Hubo investigaciones, buscamos en hospitales, fuimos a todas las comisarías, pero nada.

Desde entonces me sentía atrapada en mi propia vida. Había vuelto a vivir con mamá en el pueblo de mi infancia y reconecte con amigos del pasado, pero ahora todo era oscuro y foráneo, ya no me pertenecía. Siendo honesta, nunca me había pertenecido: la vida en el pueblo no me satisfacía y mi mamá no le comprendía. Mi lugar siempre había sido con mi papá en la ciudad. Pero ahora ya no estaba y lo único que quería era escapar, así que tome una decisión.

El seis de septiembre tomé dos colectivos hasta llegar al Baisse. Camine muy decidida hacia la puerta donde me recibió un hombre de uniforme rojo. “Bienvenida”, me dijo y me sonrió. Su mueca llamó mi atención: lejos de ser agradable, era profundamente inquietante y siniestra. El edificio tenía 184 metros de altura y 68 pisos, siendo el último una terraza a la que subí después de recorrer algunas partes del edificio. Me dediqué unos minutos a contemplar la vista desde arriba: es increíble, se ve toda la ciudad. Después me dispuse a cumplir mi objetivo. Me paré sobre la baranda y respiré hondo. Mire hacia abajo. Volví a respirar. Escuché que se abría la puerta de la terraza y no pude evitar girar mi cabeza. Era el portero. Había pensado una y mil veces que iba a pasar si alguien me encontraba, no estaba segura que iba poder tirarme frente a otra persona. Pero entonces volvió a sonreírme con esa sonrisa perturbadora y me dijo: “No hay escapatoria”.

En los milisegundos que tuve antes de ser absorbida hacia el vacío por una corriente fría que viajaba a toda velocidad pensé en lo extraño que era decirle eso a alguien que se encontraba en mi situación, pero luego comprendí. Caí de espaldas al suelo, esperando el impacto. Pero nunca llegó. Cada vez que estoy por tocar el piso reaparezco en la cima del edificio en el momento que comienza mi caída. Lo único que veo es aquella sonrisa siniestra y una corbata celeste y roja a mi lado. Sigo atrapada.

 

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